La inteligencia social permite adaptar la respuesta del cerebro a situaciones sociales.
El término “inteligencia social” fue propuesto por el psicólogo Edward Thorndike en 1920 para describir “la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres”. Hoy día, investigadores como Daniel Goleman han propuesto definiciones de inteligencia social que no impliquen la manipulación del otro; por ello la ha definido como la capacidad de adaptación del cerebro humano a las situaciones sociales, especialmente las que resultan en emociones o situaciones negativas y cómo desactivarlas para sacar el mejor partido de estas. Se trata de saber cómo funcionan las relaciones, así como de comportarse de la mejor manera al participar en ellas. Incluye capacidades como la empatía y el interés por lo que les ocurre a otros.
Por otra parte, ni siquiera los psicólogos pueden diferenciar con absoluta claridad las habilidades sociales y las emocionales. No se trata de una falla por parte de los profesionales, sino de que los factores emocionales y sociales son indeferenciables cuando se trata del cerebro. Como afirma el psicólogo Richard Davidson de la Universidad de Winsconsin, “todas las emociones son sociales”.
La inteligencia social se compone de conciencia social y aptitud social.
La inteligencia social puede agruparse en dos categorías mutuamente dependientes:
- Conciencia social – Aquello que usted siente respecto a los demás. Se compone a su vez de la empatía primordial (interpretar adecuadamente las señales emocionales no verbales), sintonía (escuchar receptivamente), exactitud empática (comprender pensamientos, sentimientos e intenciones ajenas), y cognición social (entender cómo funciona el mundo social).
- Aptitud social – Aquello que usted es capaz de hacer a partir de su conciencia social. Se compone a su vez de cuatro elementos: la sincronía (relacionarse a nivel no verbal sin dificultad), la presentación de uno mismo (el comportamiento aplicado en circunstancias concretas), la influencia (modelado de las interacciones sociales), y el interés por los demás (sentirlo y actuar en consecuencia).
El cerebro social se compone de distintas áreas que se sincronizan entre distintos individuos.
La neurología moderna sabe que el cerebro no está dividido en zonas y funciones diferenciadas; sin embargo, para entender funciones concretas (como las que gobiernan las relaciones sociales) se le ha dado el nombre de “cerebro social” a un conjunto de circuitos neuronales que organizan las relaciones interpersonales. Del mismo modo se agrupan otros centros para fines de estudio, como el “cerebro motor” y el “cerebro sensorial”. Así, el cerebro social incluiría áreas como la corteza orbitofrontal, la corteza cingulada anterior y la amígdala.
Los circuitos sociales del cerebro humano han evolucionado para producir puentes intercerebrales que se activan cuando usted mantiene cualquier tipo de contacto social. Uno de los descubrimientos más fascinantes de la neurociencia es que el sistema nervioso está diseñado para conectar con el de los demás; el diseño mismo del cerebro convierte al ser humano en un ser social por diseño. Más allá de la psicología individual, la sociedad se constituye a través de las relaciones que sostienen unos humanos con los demás.
Asimismo, cuando el cerebro sufre una lesión, la capacidad del individuo para responder adecuadamente a las situaciones sociales se ve mermada. El uso de ciertos medicamentos también afecta esta interconexión, así como la afectan también los niveles excesivos de estrés y las sobrecargas emocionales. En otras palabras, el cerebro responde automáticamente a ciertos estímulos, pero es posible tomar conciencia de ellos para modificar la respuesta conductual, a pesar de dichas sobrecargas.
Las vías superior e inferior regulan la racionalidad y las emociones, respectivamente.
Para su estudio los neurólogos dividen el cerebro en dos vías: la vía inferior regula las emociones, como la empatía; la vía superior es la de la comunicación con el propio organismo, así como la capacidad de reflexionar y modificar la conducta a voluntad. Sin embargo, la velocidad de procesamiento y los resultados de ambas vías guardan poca relación entre sí. El proceso de la vía inferior puede ser inexacto pero es veloz, mientras que el de la vía superior es mucho más lento, pero proporciona una visión estratégica y racional más amplia.
Las emociones intensas son el equivalente neuronal de un virus, en el sentido de que pueden transmitirse de un sistema nervioso a otro, incluso sin que intervenga la voluntad de ninguno. Además, estos estados de ánimo permanecen en quienes los reciben mucho después de que la interacción concluya. Esto habla de una economía emocional que ocurre a través de todas las interacciones de la vida, mediante una serie de transferencias de sentimientos capaces de modificar positiva o negativamente las vidas de los involucrados.
Hay quienes califican las vías inferior y superior como vía ‘húmeda’ (o cargada de emoción) y vía ‘seca’ (o serenamente racional), respectivamente”.
Por ejemplo, la atención a los indicios de hostilidad en el rostro y el comportamiento de los demás depende de la amígdala, una pequeña región cerebral que activa la respuesta de luchar o huir. Este radar era el encargado de advertir amenazas en el entorno inmediato de los ancestros prehistóricos del ser humano. Sin embargo, los altos índices de ansiedad de la población contemporánea sugieren que la función de la amígdala como estresor del sistema nervioso central requiere el desarrollo de técnicas apropiadas para no dejar que las emociones (propias o ajenas) le impidan la expresión de las demás funciones de su cerebro.
El “contagio” emocional puede sincronizarlo con los sentimientos positivos o negativos de las demás personas.
El “contagio” emocional es una metáfora utilizada para explicar el mecanismo que permite la transmisión interpersonal de cualquier sentimiento a través de la vía inferior. Múltiples estudios han demostrado que la simple exposición a un rostro feliz provoca una tensión en los músculos de la persona que contempla la sonrisa, como si su cerebro reprodujera interiormente la sonrisa. Por desgracia, lo contrario también es cierto: un rostro hostil o un tono de voz agresivo provoca una respuesta inmediata en el mismo sentido. Esto se conoce como reflejo de imitación y en términos evolutivos ha favorecido un puente intercerebral entre los miembros de la especie, de manera que las emociones lograran sincronizarse dentro de un grupo.
Decir que usted “conoce a alguien” a nivel neuronal quiere decir que sus pautas emocionales y sus mapas mentales se encuentran sincronizados y sintonizados con los de la otra persona; de ahí que, a mayor profundidad del vínculo, mayor será su identificación mutua y su realidad compartida. Del mismo modo, su cerebro experimenta el rechazo social a través de la corteza cingulada anterior, una región que se activa cuando el cuerpo sufre un daño físico. En otras palabras, el rechazo social “duele” como si se tratara de un padecimiento físico. Los comportamientos propios y ajenos influyen incluso en la biología, lo que coloca las relaciones personales en el ámbito de la responsabilidad, tanto para usted como la influencia y consecuencias que sus comportamientos tendrán en los demás.
Resumiendo, por tanto, las emociones que percibimos tienen consecuencias, lo que nos proporciona una buena razón para esforzarnos en cambiarlas en una dirección positiva”.
La sincronización positiva ayudó a mejorar las posibilidades de supervivencia de los grupos humanos.
Cuando ocurre un choque de autos, una pelea en la calle o algún evento que activa las alertas del cuerpo, lo más probable es que su primera reacción sea indagar en los rostros de las personas a su alrededor para determinar el nivel de emergencia. Esta es una reacción evolutiva muy natural en las sociedades humanas, en las que la sincronización entra en juego para salvar la vida del grupo frente a las amenazas de la naturaleza. La amígdala puede registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona en menos de dos centésimas de segundo. Además, cuando usted se encuentra rodeado de otras personas, su mente y cuerpo siempre están emitiendo y recibiendo este tipo de información.
Desde sus primeros momentos de vida (incluso antes de nacer), el cerebro humano comienza un camino interminable de adaptación, recepción y transmisión de información. La protoconversación es el periodo en que las madres estimulan a sus bebés hablándoles con palabras suaves y acompasadas, muchas veces acompañadas de contacto físico. El “maternés”, la forma tierna e infantil en que las madres les hablan a sus hijos, está presente en todas las sociedades humanas y, según los investigadores, se trata de la plantilla de comunicación básica de todas las interacciones que el bebé tendrá en su vida. Por ello, la capacidad de sincronizar las emociones propias con las de otros depende de una adecuada estimulación temprana.
A pesar de las teorías sobre la competencia entre especies o al interior de las mismas, la investigación neuronal ha demostrado que los cerebros humanos pueden reconocer más fácilmente un rostro feliz que uno que expresa emociones negativas. Esto sugiere que el cerebro está predispuesto para fomentar las relaciones de cooperación y no las de hostilidad.
La primera impresión condiciona las posibilidades de resonar empáticamente con otros.
Se estima que la velocidad con que se esboza la primera impresión (positiva o negativa) sobre una nueva persona es de 500 milisegundos. Las corazonadas o la intuición son procesos complejos que la neurociencia ha tratado de explicar mediante este tipo de procesos de la vía inferior; al carecer de información confiable, así como de tiempo suficiente para reflexionar, las neuronas fusiformes producen una respuesta espontánea de acuerdo con las restricciones de la situación, ponderando factores internos y externos al organismo.
La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito esencial a la hora de comprender cabalmente el mundo interno de otra persona”.
En otras palabras, usted puede entender y actuar en consecuencia con las emociones de los demás simulando esas mismas emociones en usted, incluso antes de que su razonamiento y pensamiento conceptual entren en acción. Esta es también la base de la empatía, o como la neurociencia la conoce, “resonancia empática”.
La empatía y el rapport son dos maneras de responder al interés por los demás.
Por otro lado, cabe diferenciar la empatía del rapport, pues mientras la primera es una competencia intraindividual (es decir, que ocurre al interior de usted, sin importar si actúa en consecuencia o no), el rapport ocurre solamente en la relación interindividual (en la interacción con otras personas). Así, usted puede sentir empatía al ver y escuchar una historia triste en la televisión, pero establece un rapport cuando logra coordinar una tarea con otra persona, al grado de sincronizar sus posturas y gestos corporales. Robert Rosenthal, profesor de estadística de Harvard, afirma que los tres ingredientes del rapport son:
- Atención compartida – Sensación de interés común y compartido.
- Sensación de bienestar mutuo – Incluye mensajes no verbales y la apertura incluso a elementos poco halagadores.
- Coordinación o sincronía – Ritmo de la conversación que permite sentirse bien y expresar sus emociones.
La sensación que acompaña al ‘rapport’ es muy positiva y genera la armonía que jalona la simpatía, donde los distintos implicados experimentan la cordialidad, la comprensión y la autenticidad del otro”.
Aunque la empatía es una virtud importante, su versión práctica es el rapport, en la medida en que cada uno de los involucrados en la relación interpersonal son capaces de sincronizar la información verbal y no verbal de manera casi instantánea. Esto es posible gracias a los “osciladores”, que son sistemas neuronales que permiten realizar ajustes para coordinar la tasa de activación de ciertas funciones cerebrales según la periodicidad con que se recibe un estímulo. El orden de dichos osciladores opera en milésimas de segundo, mientras que su proceso de información consciente ocurre en el orden de los segundos, es decir, a una velocidad comparativamente más lenta. Dichos osciladores permiten que dos músicos se sincronicen durante una improvisación de jazz, o que usted y su pareja no se pisen los pies al bailar.
Las respuestas traumáticas pueden reprogramarse en entornos seguros.
El miedo es una respuesta natural del organismo frente a situaciones hostiles, ya sean reales o supuestas. Las células de la amígdala almacenan la información sensorial de los eventos traumáticos, y producen una ruta que se reactiva cada vez que un impulso externo, o simplemente un recuerdo, excita dicha memoria. En condiciones normales, el área de la corteza orbitofrontal evalúa las sensaciones de miedo que inundan al cuerpo y determina si la respuesta es adecuada o no. Por ejemplo, este mecanismo le permite recordar que una película de terror es “solo una película” y no algo real. Por otro lado, si la vía superior no puede evaluar adecuadamente la proporción de su reacción debido a un trauma emocional, la respuesta social será inadecuada y la persona sufre.
Sin embargo, según los investigadores, es posible modificar o “reconsolidar” las pautas neuronales traumáticas a nivel químico. Si usted sufre a causa de un recuerdo traumático, los investigadores sugieren activar la vía superior (la razón lógica) en el momento de revivir la memoria traumática, y permitirse atravesar las emociones desde una nueva perspectiva (por ejemplo, recordándose que el evento traumático ya ocurrió y que usted ahora se encuentra bien). De este modo, las células de la amígdala pueden “reprogramarse” y, en cierto sentido, desarticular el condicionamiento traumático. Revisitar un miedo en un entorno terapéutico seguro puede reprogramar gradualmente este tipo de recuerdos dolorosos.
Sobre el autor
Daniel Goleman es psicólogo y escritor, autor del best-seller internacional Inteligencia emocional, traducido a 30 idiomas.